Recordación Florida/Tomo II Libro XIII Capítulo IV

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CAPITULO IV.


De la sublevación de Sacattepeques después de la conquista ya referida, accidentes de la guerra deste país y sus conjuntos confederados hasta el fin de la empresa, quedando del todo reducidos y pacificados.

Veo tan desdeñada esta materia de conquistas, aun de los mismos españoles que debían aplaudirlas, que con las muchas noticias de tradición y de vista de papeles que me asiste, hube de tomar la pluma para escribir lo que acerca de esta gloriosa empresa me consta y no ha salido a luz hasta hoy; siendo éste uno de los motivos que me obligan á este no pequeño ni despreciable trabajo. Y porque se conozca lo mucho que valen estos servicios y méritos de conquistadores, me valgo de la gran autoridad del P. Josef de Acosta, trayendo á la letra sus palabras formales sin alterarle letra, porque hablando destos loables y preciosos trabajos dice[1] «Quien estima en poco á los indios y juzga que con la ventaja que tienen los españoles de sus personas, caballos y armas ofensivas y defensivas, podrán conquistar cualquiera tierra y nación de indios, mucho se engaña. Ahí está Chile, ó por mejor decir Arauco y Tucapel, que son dos valles que ha mas de veinticinco años que con pelear cada año y hacer todo su posible no les han podido ganar nuestros españoles cuasi un pie de tierra, porque perdido una vez el miedo á los caballos y arcabuces, sabiendo que el español cae también con la pedrada y con la flecha, atrévense los bárbaros y éntranse por las picas y hacen su hecho. Cuantos años ha que en la Nueva España se hace gente y va contra los chichimecos, que son unos pocos de indios desnudos, con sus arcos y flechas, que hasta el día de hoy no están vencidos, antes cada día más atrevidos y desvergonzados: ¿pues y los Chuchos y Chiraguanas y Pilcozones y los demás de los Andes? ¿No fué la flor del Píru llevando tan grande aparato de armas y gente como vimos? ¿y qué hizo? ¿con qué ganancia volvió? Volvió no poco contenta de haber escapado con la vida, perdido el bagaje y caballos cuasi todos. No piense nadie que diciendo indios, ha de entenderse hombres de tronchos, y sino, llegue y pruebe.» Hasta aquí la erudición y verdad del P. Acosta. A que añado para mi intento, por lo tocante á este reino de Goathemala, que en ciento y sesenta y cinco años no ha habido quien acometa á las provincias de que tenemos cercadas nuestras poblazones, estándose como se estaban el Lacandon, el Chol, el Manche, el Hicaque, la Talamanca, Taguizgalpa y las Borucas, de quien diré en la Tercera parte lo que se ofrece acerca de su gran riqueza, en especial de su pesquería de perlas; y vemos que solo el sargento mayor D. Bartolomé de Escoto, natural destas provincias, ha acometido y arrostrado a tan loable empresa, gastando largo y florido patrimonio de sus hijos y todo el tiempo de sus años, sin haber conseguido arriba de setenta ú ochenta familias de Hicaques, que ha reducido. Baste lo dicho para introducir en los ánimos desaficionados, que estas conquistas fueron tan trabajosas y arriesgadas como las más arduas del mundo.

Recelar en la contingencia es prudencia del valor, y fiar del enemigo, sueño del entendimiento. Bien discurría don Pedro de Alvarado cuando á cada numeroso pueblo que reducía dejaba un alentado militar presidio que lo aseguraba, y así en éste quedaron diez españoles y ciento y cuarenta tlaxcaltecos. Recelando siempre de su opinión y clara fama las quiebras, porque el suceso de un instante mide todo el espacio de una vida, y enseñado á triunfar de la fortuna se acariciaba con la fama; enseñado en la doctrina de Cortés, en la gran sagacidad con los suyos, advertido también en los sucesos de la militar disciplina, porque sabía que el mayor tesoro de los Príncipes y superiores es el amor de los súbditos; enseñado en aquella escuela á usar con grande garbo el arte de la guerra, y el arte de la gratitud generosa, con que hallaba pronta, rendida obediencia y amor extremado y manifiesto en las ejecuciones, sin topar retardación ni embarazo en la disposición y celeridad de las marchas.

Al mediar el año de 1526, me dice la tradición que reposaba el ejército español, al modo de entre tanto, de las fatigas que le habían ocasionado las guerras y campaña mantenida sobre la toma, conquista y reducción de varios y poderosos pueblos, y últimamente acabada de terminar con pocos días de descanso y refresco la conquista de Esquintepeque, que se referirá en la Segunda parte, cuando al terminar las luces del día penúltimo de Agosto del año de 1526 sobrevino el aviso de la sublevación de Sacattepeques, por uno de los soldados despachado del camino por los soldados y gente del presidio que habían salido huyendo de aquel confín; y por si acaso en el tránsito de su retirada hallaban algún impedimento de emboscada ó otro género de militar arbitrio contrario, quisieron prevenirse con este aviso que puso en cuidado y confusión á los nuestros de Goathemala. Mas sobreviniendo luego á la mañana siguiente el presidio de Sacattepeques, de quien era capitán y cabo Diego de Alvarado, que después pasó con seiscientos caballeros de Goathemala á la conquista del Perú y poblazón de las ciudades de Lima, Quito y Puerto Viejo, á su llegada tomó más desahogo nuestro ejército de Goathemala, instruído con clara relación y noticia del suceso y principio de la violenta resolución de aquellos indios; que sólo en la incapacidad disculpable de esta nación pudo caber el osar á tan abominable delito, que hizo tropezar y caer en la red á todos sus comarcanos, y al valor español en desesperación de su quietud con la experiencia destas ligeras alteraciones, bien que nunca descaecido ni desmayado su natural valor; porque sabía Alvarado y sus capitanes que con lo que el contrario tomase arma el cobarde, y más sabiendo de Diego de Alvarado el motivo y causa del movimiento y sublevación que según el manuscrito era:

Que cuatro días antes que sobreviniese la alteración y alboroto de los Sacattepeques, había acaecido en aquel país un recio y grave terremoto (que fue sin duda el que refiere mi Castillo[2] les cogió, con lo demás del resto del ejército de Honduras en la cuesta del Río de las Cañas), que en lo estruendoso y confuso del ruido, lo sacudido de los estremecimiento de la tierra, que quedó abierta en rajaduras y grietas, y lo apretado y tupido de la oscuridad, procedida del polvo ocasionado del desplomo, estrago y ruina de algunos caducos y pobres edificios, que aumentando el horror y asombro de los habitadores, así los accidentes referidos como la vocería y el ver de las barrancas vecinas levantarse repetido y espeso polvo de los desplomos de sus paredones, hacía mayor el efecto del miedo; juzgando ser aquella la última y temerosa hora del mundo: y cuando prorrumpian los indios en descompasados y lamentables clamores al auxilio de sus malditos y infames Dioses, corriendo despavoridos de unas partes á otras, los nuestros invocaban confiados, aunque también confusos y temerosos, los dulces y soberanos nombres de Jesús y María; cuando, aun después de pausado el movimiento de la tierra, sin poder tomar reposo ni ocupar las habitaciones hasta el asomar la noche por la culpa de los montes.

En todo el siguiente día y en el término y cláusula de otros dos, andaban los indios como nombrados y temerosos, vagando confusamente á la manera que los pájaros aturdidos del no esperado tiro se asientan y levantan instantáneamente de unos lugares en otros. Todo entre ellos eran juntas, pláticas, consejos y misterios, y todo dudas para los nuestros; hasta que llegando el término de las sombras del tercero día, reventó en ira el secreto de tanto atropado y repetido conventículo, y á hora que comenzaban las tinieblas á darle forma al curso de la noche, atrapados y juntos, con vocería estruendosa, llegaron al primer cuerpo de guardia, acometiendo como rabiosas y carniceras fieras á nuestros presidianos. Tocóse confusa y repetidamente al arma; acudiendo á esta llamada los del otro cuartel, recelosos y aun prevenidos del accidente, y juntos en un cuerpo atropado abrieron paso con pérdida de unos y otros por medio de la muchedumbre rebelada; quedando prisioneros en esta confusa y desordenada refriega un español y tres de los amigos tlaxcaltecos, con que, marchando en tropa, tomaron la vuelta de Goathemala, y otro día reconocieron ser mayor el número de los indios que los seguían. Examinado atentamente el séquito de aquel tercio de presidianos, hallaron ser más de cien hombres los de Sacattepeques, que como seguros y amigos los seguían.

Estos fieles y leales indios huidos y apartados de aquel pueblo rebelde y pasados á nuestra parte, dijeron á D. Pedro de Alvarado cómo el principio y causa del levantamiento había tenido su primero movimiento en el accidente del terremoto, porque á la tarde del mismo día uno de los papaces ó sacerdotes del demonio, llamado Penaguali, había tomado motivo de aquel estremecimiento de tierra, para convocar una junta de los ahaguaes y caciques, y que encerrados en el cu y adoratorio grande habían estado en él mucho tiempo, de cuyo consejo salió resuelta la libre determinación de su levantamiento; difundiéndose y pasando la voz al estado común de pueblo por medio de sus cabezas de Calpul, dando por causa el ser mandato de su Dios Camanelon que había estado con él, apareciendo muy enojado y triste porque sus amigos Sacattepeques desconfiando de su poder se habían rendido á los teules de Castilla, quienes venían á quitarles sus tierras y la libertad que gozaban: y que volviesen á empuñar las armas, que él los ayudaría y daría contra ellos la victoria, y que de no, los haría morir con ruina de sus pueblos, buscando otros amigos que le fueren más fieles; con otras amenazas que hicieron impresión en el ánimo voltario de aquellos indios.

Añadieron los amigos, que aunque era verdad que había gran multitud y prevención de combatientes confederados con otros pueblos del contorno, y con mucha disposición de armas envenenadas, pero que había muchos como ellos discordes y separados de aquellos que coligados motivaron y hicieron el primer movimiento y levantamiento de aquel país, y que estos malcontentos serían fieles á los teules, por ser la mayor parte de maceguales (gente como acá decimos de la ínfima pleble), hostigados y ponderosamente gravados del tequio, que es el trabajo de lo que los mandones imponían sobre la debilidad de sus flacas fuerzas.

Con esta relación mandó ejecutar el Adelantado D. Pedro de Alvarado la marcha al esclarecer las luces del siguiente día, saliendo con buen número de ejército, que se companía y ordenaba de sesenta españoles en el nervio de la caballería, ochenta arcabuceros y ciento cincuenta indios tlaxcaltecos y cuatrocientos mexicanos, con dos tiros de artillería, que con los cien indios de sacattepeques, se componía de setecientos noventa hombres repartidos en ocho conductas, cuyos cabos y capitanes eran de los muy conocidos de los conquistadores más señalados y de quienes muy repetidamente me dan noticia los libros y papeles del archivo desta ciudad de Goathemala; cuyos nombres, por no defraudarles este mérito y de escribir esta expedición con las circunstancias de su aparato militar, expreso[3] siendo estos valerosos caudillos: Juan Pérez Dardón, caballero de ilustre y señalado valor, con los compañeros de no menos generosa fama, que fueron nombrados para ella, Bartolomé Becerra, Gaspar de Polanco, Gonzalo de Ovalle, Hernando de Chaves, Gómez de Ulloa. y Antón de Morales; yendo todos a la orden de D. Pedro Portocarrero, primo del Conde de Medellín, y primer marido de doña Leonor de Alvarado Xicotenga Tecubalsín, hija del Adelantado, glorioso en el crédito de sus hazañas y máximas de estado. Este, pues, acreditado caudillo siguió su marcha no tan desordenado que á cada dos leguas no refrescase su gente, para que así más descansada llegase con mejor disposición al manejar las armas en lo arduo y duro de esta empresa.

Al séptimo día, contados desde el de su levantamiento, llegó nuestro ejército (confiado en el poder de Dios, y por eso valeroso), á encimarse a vista del rebelde, habiendo traído hasta aquel sitio no poca incomodidad de víveres y alivio de reposo, marchando así todas las horas que componen el término del día natural; pues el modo de alojar era siempre en la descubierta campaña, así por la comodidad del forraje de la caballería, como por la seguridad del ejército que quedaba á la inclemencia del descubierto en el tiempo más rigoroso de las lluvias. A cuya causa tarde y mal, por no poderse mantener con candeladas y fuegos se tomaba reposo, y cuando se conseguía era al romper de la lumbre para tomar la marcha, apretando más estas incomodidades y aspereza de fatigas cuanto más se acercaban al enemigo, por estar ya en el país infestado, lleno de alevosías y asechanzas peligrosas, en que se proponían al riesgo de ser acometidos en las angostas sendas y espesura de las quebradas de los peligrosos ríos, aumentados y crecidos con el cebo de las procelosas lluvias. Y así determinó D. Pedro Portocarrero alojar en un pequeño valle, distante de un abreviado pueblo camino de dos breñosas leguas; enviando delante la caballería, que gobernaba y regía el capitán Hernando de Chaves, á que descubriese la tierra del enemigo y tomase lengua del estado y determinación del rebelde. Pero tomando brevemente la vuelta el capitán Hernando de Chaves trajo consigo dos indios prisioneros del cercano pueblecillo de Ucubil, que así dijeron llamarse aquella poblazón (que hoy no se descubre á la noticia de los hombres): dijeron que ellos estaban en paz; pero que el rebelde de Sacattepeques persistía en su libre determinación, mas que en el mismo pueblo había otro bando de parte de las armas castellanas con quien había dos días que traían guerra; habiéndose salido del pueblo los realistas (que así los llamaremos) á las barrancas y rancherías de las milpas, donde eran infestados con la molestia de los asaltos y robos del rebelde, y que á el español y los tres tlaxcaltecos que hicieron prisioneros los habían sacrificado á su ídolo Camanelon. Este español dice el manuscrito de mi tradición que se llamaba Illán López, manchego de nación, y que en las demás facciones había mostrado valiente y gallardo espíritu y que era soldado de reputación y crédito.

Ardiendo en ira quedó Portocarrero cuando oyó la atrocidad del rebelde, y al mismo instante hizo tocar a marchar, no parando el fervor de su corazón hasta el pueblezuelo de Ucubil, de donde habiendo alojado y acuartelado sus tropas y sus escuadras hizo embajada á los realistas de las milpas, con noticia de su llegada, y allí se le juntaron hasta ochocientos déstos, conducidos y alentados de un principalejo llamado Huehuexuc: con que se ordenó la fuerza de nuestro ejército de mil quinientos noventa hombres, nombrando á éstos otros cuatro cabos españoles, que fueron Juan Resino, Sancho de Barona, Joanes de Verástigui y Andrés Laso; cuyo número había de combatir con el desigual y crecido de ocho mil rebeldes, de cuya parte aseguraron haber muerto en las refriegas pasadas la mitad de un sontle, que son doscientos indios.

Aprestado este número de buen ejército por el fervor de los que en él se alistaban, y dejando veinte indios y dos españoles en custodia de Ucubil, para la retirada y provisión de vituallas, pasó á alojar media legua de allí y una del pueblo rebelado, en la propia y descubierta campaña; desde donde á la mañana del siguiente día hizo el teniente general Portocarrero embajada al pueblo rebelado de Sacattepeques, llamándolos de paz, no arrastrando á las muertes de unos y otros y al cúmulo y horror de tantos daños y sangrientas atrocidades que amenazaban, porque el entendimiento claro (que así era el de Portocarrero) acicalado con el esmeril áspero de los trabajos penetra mejor el punto de las dificultades. Mas los rebeldes, engreídos y vanamente confiados en la palabra falsa de su Camanelon, despidieron con arrogancia y osadía á los embajadores, no aceptando ni admitiendo las paces. Segunda instancia y tercero requirimiento se les hizo con el seguro de la amistad; pero constantes en la resolución de su rebeldía, mandaron prender los mensajeros, que advertidos y ligeros no sin necesidad de las armas, salieron á todo el correr de los caballos, y el intérprete emboscado por senda no trillada de una quebrada, llegaron al ejército, refiriendo su inminente peligro y la protervia de los rebeldes.

Con acierto y consejo de todos los capitanes levantó Portocarrero su ejército de la libre campaña, enderezando su marcha á una eminente colina que se levantaba á un breve cuarto de legua del primer sitio y mansión que desalojaba; yendo por más seguridad y por tener así dominado y sujeto lo bajo y descaecido de la llanura á dominar lo eminente de la colina. Pero no bien se había empezado á mover nuestro ejército, cuando de la punta de un monte que á mucho trecho de la lisa campaña se extendía, habiéndose adelantado la caballería, se empezó á descubrir un nervio de ejército de los rebeldes que sería el número de dos mil hombres, y recibiendo el primer asalto Juan Pérez Dardón, que marchaba en la vanguardia, mientras afirmándose en la campaña se mantenía con ellos, D. Pedro Portocarrero con gran celeridad y presteza recogió sus mangas á forma de escuadrón, y así dispuesto en orden militar estuvo firme por largo espacio de tiempo, sin que de una ni de otra parte se intentara facción alguna; hasta que, recelando D. Pedro Portocarrero no sobreviniera mayor número de rebeldes que aumentara el vigor y osadía de los presentes, pensando apocar y disminuir el número y las fuerzas de los contrarios, empezó la caballería á escaramuzar, sólo á fin de provocarlos á la batalla y sacarlos á lo despejado y libre de la llanura, como sucedió á la primera tropa que les acometió valerosa, á que ellos procuraron dar avance, desordenando su gente y acometiendo como siempre en tropa. Pero moviéndose nuestro ejército á lento y ordenado paso, se acercó á la tropa de los rebeldes á tiempo que la caballería tomaba la vuelta sobre el cuerno derecho de nuestras filas; quedando así los indios rebeldes apretados y ceñidos eu el terreno, obligados á presentar la batalla, en que al cabo de media hora de combate y de varios accidentes marciales quedaron los rebeldes desbaratados y rotos; volviéndose á emboscar para huir á su salvo por la vecina montaña.

Recogido y ordenado nuestro español ejército en buena y militar forma de batalla, esperó por algún rato, por ver si se descubría algún rumor de los contrarios, hasta que viendo estar siempre seguro, dió D. Pedro Portocarrero la orden de marchar; llevando siempre delante la caballería, y sacando mangas y haciéndolas marchar; tomó la vuelta en demanda de la colina, que á breve rato y sin impedimento de lo transible ni contradicción del enemigo se vió dominada y poseída de nuestro ejército; haciendo correr por todas partes la campaña á la caballería, que la reconoció libre y segura de asechanzas: con que se asentó el real en ella, repartido en cuarteles, pasando con buenas y vigilantes centinelas el término confuso y prolijo de las sombras, sin tiendas ni pabellones que los defendiese de la inclemencia del tiempo.

Esperaba Portocarrero y su gente á las luces del día siguiente nueva ocasión y nuevo empleo al despojo y triunfo de sus armas. Pero la fortuna varía y alterna los favores por instantes, porque después de dos horas de baber el sol iluminado las cimas de los montes y lo profundo de los valles, por la parte de pueblo que alcanzaba á dominar la colina vieron marchar hacia ella el número de tres mil flecheros; con que dispuesto y prevenido nuestro ejército á la defensa, esperaron á la resolución del contrario, que acercándose á bastante distancia, empezaron á disparar innumerables flechas, que en el ejército nuestro, aunque dominante y diestro, hacían no poco ni ligero estrago con venenosas y penetrantes heridas. Y aunque por la parte de nuestros soldados se disparaba por los arcabuceros españoles y los indios flecheros, corriendo el viento en contra eran de poco y débil efecto nuestras armas, ciegos de nuestros propios humos, hasta que empezando á pausar calmado el viento hicieron más estrago en los enemigos nuestras armas, fomentadas de los dos tiros de artillería que con experiencia y manejo acertado destruían y mataban grande número de indios, que empezaron al estruendo y conocimiento de la ventaja á volver las espaldas, y otros á mantenerse en la retirada con sus saetas. Con que avanzando inadvertidos los nuestros descendieron incautos á la llanura, donde haciéndose fuertes los rebeldes, fueron dellos y de los desbaratados de la montaña acometidos, cogiéndolos en medio; siendo preciso, al más ligero paso que se pudo, retirarse por lo más ancho de la campaña, yendo á dar en lo más vivo y encendido de la pelea a unos rastrojos de una dilatada milpa, donde enredados y detenidos de la gruesa caña y lo enlazado de los bejucos de los ayotes que habían sembrado en ella, casi presos de los embarazos y estorbos quedaron rotos nuestros españoles con muerte de algunos indios amigos.

Retirado el ejército español, hizo su alojamiento en medio de dos colinas ó peñoles tajados pendientes que les hacían seguridad para no ser dominados, ciñéndose y apretándose más á la entrada de la quebrada ó valle que entre una y otra colina se formaba, quedando asegurada la entrada deste valle con las dos piezas de artillería, abriendo y dilatándose después en un hermoso y ancho valle con buenos pastos y saludables vientos. Remataba este sitio en un profundo y encajonado río que corría con arrebatado y rápido curso, haciendo seguras las espaldas del ejército español para no ser acometida por aquella parte. Lo restante de aquel día y todo el término de la noche se gastó en él reparo y remedio de los heridos, regalando y acariciando el teniente general D. Pedro Portocarrero á todos, y asistiendo en persona á la curación de muchos: que discurre ciegamente quien, habiendo de asistir al gobierno de los pueblos y ejércitos, se introduce á los ejercicios monásticos, porque aun el mérito hermoso de una virtud muere deslustrada al desaseo de las manos de un hipócrita. Pero en Portocarrero se veía corresponder igual el interior deseo, con la piadosa ejecución de las obras. Documento hizo este caballero á los superiores que piensan que lo poderoso que les dió la fortuna les da el ser. Estudien en el sol á hacerse verdaderamente señores, porque el sol, hermoso y lucido planeta, igualmente se distribuye y beneficia á todos, sin que lo constituya escaso y desdeñoso la ciencia de que lo han menester.

  1. Acosta, libro VII, capítulo XXVIII, folio 531.
  2. Bernal Diaz, cap. CLXXXIX, folio 136 vuelto del original borrador
  3. Libro I de Cabildo, folio 12.